OH TIEMPOS AQUELLOS





OH TIEMPOS AQUELLOS

Guardando las debidas proporciones con la autobiografía de algún personaje famoso o bien con una que otra obra literaria con la calidad de “Vivir para contarla” de nuestro premio Nobel Gabriel García Márquez -cuya lectura ciertamente constituye un entretenimiento de principio a fin-, quizá lo más tedioso del mundo para cualquier potencial interlocutor o lector nuestro, pareciera ser hablar o escribir de uno mismo. Particularmente cuando tal ejercicio se asume no ya al interior de tertulias, ágapes, encerronas o espacios colectivos intrascendentes, sino a través de emisoras de radio, periódicos, revistas, canales de televisión, redes sociales de internet, o de blogs como el que integra esta tribuna; aún a merced del atenuante de que a la intención se le introduzcan ingredientes o ribetes de ensayo costumbrista.

Sin embargo, << si de tal actitud, o lo que da igual decir que otros escuchen o lean lo que de nosotros mismos narramos, describimos o mologamos >>, logran derivarse rasgos comunes a muchos de nuestra generación –especialmente en lo tocante con el escenario de nuestra adolescencia-, es probable entonces, una vez establecidos parangones con episodios coyunturales contemporáneos, y sin apego al aforismo de que “Todo pasado fue mejor”, que la general reacción inicial de reproche frente a la esbozada conducta, se trastoque en memorable vivencia renovada de aquellos años maravillosos,<<  lo que podría dar hasta para reírse y mofarse uno mismo de nuestras pretéritas fragilidades y falencias >>.

En este orden de ideas, qué mejor que remontarnos retrospectivamente a la época inmediata que precedió a las revueltas estudiantiles en las calles de París, al auge del Existencialismo expuesto por Kierkegaard, Heidegguer, Marcel, Jaspers, Unamuno (con su “Tía Tula” a quien describía como “Flor abierta a flor del cielo a toda luz y a todo viento”),  y Jean Paul Sartre en particular con sus obras cumbres “La Náusea” y “El Ser y la Nada”, cuyas lecturas nos dejaron sumidos en una especie de indiferencia o sensación temeraria de vivir la vida como un absoluto carente de toda fundamentación práctica, por la misma supremacía que evidenciaba el Yo sujeto de conocimientos y experiencias sobre “la viscosidad” de mi cuerpo y el mundo objeto.

Cuando nuestra vida cotidiana transcurría, aparte de asistir a la doble jornada que mantenía el Colegio de la Esperanza en calendas correspondientes a los días en que cursábamos tercero de bachillerato al lado de amigos como el flaco Arrázola, mi primo Jairo Batista (q.e.p.d.), Alberto Durán, el gordo Pupo (mánager de nuestro equipo de Base-Ball), Alberto Barroso, Alfonso Benedetti, Wido Cozarelli, Enrique Majana y Jesús Carrascal; entre visitas a las familia Tinoco Garcés en la calle del Sargento mayor, cuyo padre y padrino mío de bautismo lo fue el honesto,  eficiente y prestante abogado otrora defensor del buen uso del idioma Español Augusto Tinoco Pérez,-quizá el mejor profesor de Introducción al Derecho con que ha contado hasta hoy la Universidad de Cartagena- quien decía amar a España como a su segunda patria y de hecho disfrutaba de su Fiesta Brava haciendo frecuente presencia en la Plaza de Las Ventas,

Y quien año tras año se ufanaba de quedar al día con todos los procesos penales en su calidad de Fiscal (Representante del Ministerio Público) del Tribunal Superior al iniciarse las vacaciones judiciales de Diciembre y Enero dejando constancia escrita de ello, siendo además vecino inmediato de otro adalid y catedrático del derecho penal como lo fue el Dr. Antenor Barboza Avendaño (q.e.p.d.) –hermano del ex –senador Olegario  y padre del ex -Alcalde de Cartagena Alberto Barboza Sénior- como también a nuestros vecinos de la calle del Porvenir los hermanos Carrascal, a los primos Eduardito, Amparo y Judith en su residencia de la calle de La Cruz, hijos de mi tía paterna Bertha González y de mi tío político Luis Eduardo Arango, un próspero comerciante antioqueño que sentó sus reales en “La Heroica”  promediando la segunda mitad del siglo pasado, fascinado por sus mujeres, su despunte comercial e industrial y sus encantos de ciudad; a las casas de Alberto Duran y Guido García quien cuidaba con esmero a su hermana Libia de nuestros cortejos en la calle de La Mantilla, a la morada de Maritza Barrios y sus primos los Osorio Chagui en la calle de La Factoría, como también a las de Pepe Valencia, Felipe Paz, de “El canario”, de Zícaro (un prototipo del “muchacho plástico” que años más tarde inmortalizaría Ruben Blades en una de sus canciones) y de Lizardo Bustillo en la calle Don Sancho, anotando que este último nos llevaba a pasear a Bocagrande los sábados por la tarde a bordo de su Land Roover largo y descapotado a cambio de que le reuniéramos lo de la gasolina, cuando no teníamos partido en los campos de La Tenaza y de la Infantería de Marina (hoy Parque de la Marina), o en el campito de Bocagrande frente al hospital del mismo nombre, en desarrollo del campeonato informal de base-ball que habíamos organizado entre los equipos del Centro, San Diego y Bocagrande.

Todavía guardo como recuerdo lejano la voz animosa de Aroldo Pupo con sus piernas abiertas próximo a primera base haciendo las veces de coach, cuando en todos mis turnos al bate chocando sus manos me gritaba: ¡Anda bobito, mete un palo¡ Hasta el día en que dejó de hacerlo cuando logré sacarle una línea de hit por el left field a Álvaro Llamas (hoy Abogado litigante), quien fungía no solo como el lanzador más veloz del equipo de Bocagrande sino como uno de los más rápidos de Cartagena, lo que le valió para ser llamado como pitcher a el equipo de primera categoría de la Universidad de Cartagena al igual que mi hermano mayor Enrique “El zurdo” González, (hoy Químico farmacéutico),quien era llamado "El Queta", y quien años atrás ya había sido llevado a Panamá por el mánager Luis Garzal como integrante del equipo infantil del Colegio de La Esperanza. Y si bien nuestro mánager el gordo Pupo dejó de esgrimir la conseja, no fue sino para cambiarla por dos nuevas, las que vociferaba con entusiasmo de porrista de equipo de football: ¡Anda bobito tu eres¡ Anda bobito tu puedes¡ Y pese a que la hazaña fue para él un típico “chiripaso”, ella fue la catapulta que me ascendió  del octavo al sexto bate.      

Era la rutina de una pléyade de muchachos que vislumbraban toda una vida por delante sobre la que habían centrado la consigna –apropiada de un criterio pragmático- de sortearla como viniera con sus usufructos y limitaciones.

 El cuarto de hora en el que el divino tesoro de la juventud se esgrimía como un bien cuya posesión se ostentaba con soberbia y desenfado a la vez. La cotidianidad de asistir a una que otra fiesta –buena parte de ellas amenizadas con orquesta- , como a la que nos logramos colar de patos seis de nosotros llevados por un solo invitado, en una velada de cumpleaños de “La Prince” en su casa de la calle del Coliseo, o bien a cine a los teatros Cartagena y Colón, cuando no sucumbíamos al atractivo de “dos por una” que ofrecían el Rialto y el Padilla, en cuyo frente y lado previamente degustábamos un frío Guarapo o un helado de El Polito los viernes o sábados por la noche, como también la de asistir a la Heladería Arco Iris donde los cadetes de La Armada solían llevar a sus novias, a esporádicas rumbeadas a las discotecas “Zorba” y “Mouline Rouge”, a excepcionales incursiones al nigth club “El Príncipe” donde lindas chicas nos deleitaban con sus graduales y expectantes streap-tees, para luego correr presurosas rumbo a sus camerinos con la ropa en sus manos y un ápice de sonrojo visiblemente demarcado en sus rostros, lo que establecía la diferencia con la manera como lo hacen ahora cuando entre reguetones, rabs, champetas y música electrónica, destellos de luces estrobo y descargas de humo, irrumpen sin preámbulos en tanga brasilera montadas sobre tacones de veinte centímetros, para trenzarse a danzar rítmicamente alrededor de un poste con las posaderas salidas de madre apenas separadas por un hilo central, y sus senos sueltos de madrina con sus pezones palpitantes ávidos de caricias orales, y sus caras maquilladas sobre tonos bases esbozándole sonrisas a la vergüenza-, a las playas del Hotel Caribe los sábados, y a misa dominguera a las 7.00P.PM en la Catedral, o a las iglesias de San Pedro y San Toribio por las mañanas.

Eran los tiempos de residencia de la familia Gonzalez Patron en la calle de El Porvenir, al interior de una casona de dos plantas propiedad de don Vicente Gallo con forma de polígono irregular, cuyo límite posterior colindaba con la calle Primera de Badillo a la altura de Almacenes Tía ocupando aproximadamente el 40% del área de la manzana, y de cuyas catorce amplias habitaciones cinco de ellas ocupábamos nosotros, mientras que las nueve restantes las había destinado mi padre para subarriendo de algunos inquilinos, que integraban en su mayor parte parejas de matrimonio. Ciertamente se trataba de uno de esos inmuebles que hoy llamamos “elefantes blancos”, en cuya época carecían del gran valor patrimonial (arquitectónico y pecuniario) que en la actualidad ostentan, el cual daba cabida adicional, a cuatro instancias seguidas que en el primer nivel servían de locación al Almacén Carmencita y a la Floristería La Flora propiedad de mi madre y separados entre sí por el primer patio interior de los tres con que contaba la casona, a una inmensa sala principal en el segundo nivel, a una escalera de entrada en madera y a otra segunda en el traspatio, a un gigantesco árbol de caucho en el segundo patio, a una antesala, a dos cocinas, dos comedores, tres baños, un tenebroso cuarto de san alejo y un largo y semi-oscuro corredor en el segundo nivel que bordeaba las barandas del flanco derecho del patio interno principal.

Dando su fachada a la calle de El Porvenir integrada por paredes rugosas y vetustas que una mano de vinilo anual pretendía disimular, al igual que por un conjunto de balcones blancos integrado por uno central, y dos colaterales más pequeños seguidos de uno mayor por la derecha que servía de alero a la Farmacia Unión,  además de un portón que servía de entrada a la casa, a la floristería y al almacén, tal disposición arquitectónica permitía que tuviéramos como vecinos de la derecha al propietario de la farmacia Unión y a los hermanos Carrascal, por el frente, al señor Juliao, un respetable pensionado que pasaba horas enteras sentado sobre una mecedora en el balcón de su apartamento a la altura del segundo piso del Edificio Gánem; a un señor con ínfulas de gay a quien apodaban “El Berry” y fungía como dueño del almacén de pinturas Berry LLoyds, además del señor Cabarcas propietario de la farmacia del mismo nombre, a “La Muñe” Mieles y su prima Rocío a quienes su abuela Hortencia cuidaba como preciado tesoro, y al señor Stambulie, de igual modo dueño del almacén de calzado masculino del mismo nombre que distribuía la marca Tres Coronas, mientras que por el flanco izquierdo teníamos al Dr. Franco Pareja, médico de cabecera de Angela Vergara, una entrañable inquilina nuestra quien decía quererme como mi segunda mamá, y quien para nadie pasaba desapercibida como hermosa mujer de tez blanca que conservaba impecables y siempre pintadas de rojo  escarlata o carmesí las uñas de sus manos y pies, aparte de exhibir una frondosa y exuberante cabellera tan larga como lacia y negra que le llegaba hasta las nalgas, la que hacía oscilar como péndulo imprimiéndole un movimiento armónico simple al ritmo de su caminar,  y mantenía olorosa a fino rinse y buen shampoo. Cabellera que a juicio de su esposo Julito Carrasquilla (q.e.p.d.) constituía su mejor virtud. Tanto que como el mismo solía decir, “el día que te la cortes te dejo”

Para entonces ya despuntaba el lustro durante el cual, año tras año, siendo yo todavía un infante, religiosamente pasábamos nuestras primaverales vacaciones de Semana Santa en Coveñas, las que alternábamos con algunas idas a las fincas de la tía Roquelina Patrón, y a la de los tíos Manolo Torres y Josefina del Risco ubicadas en zona rural de Tolú, pero pasando la mayor parte de estos días santos en Coveñas en Casa de Marc Hawkings, un acomodado gringo ingeniero de Petróleos al servicio de una de las dos compañías estadounidenses que operaban el Oleoducto Caño Limón-Coveñas, y que aparte de fumar pipa y tomar licor de menta antes del almuerzo, poseía una fábrica de hielo a la entrada del poblado y distribuía gaseosas Postobón al por mayor en toda la comarca, residiendo en una amplia y cómoda casa en el campamento bajo con todas sus puertas y ventanas cubiertas por anjeos, al lado de su esposa Ercilia y de Petra su cocinera y fiel ama de llaves, en donde se vivía a cuerpo de rey. Igualmente era propietario de una camioneta negra último modelo en la que nos sacaba a pasear por la región llegando incluso hasta Lorica, y que solo él sabía conducir hasta la punta del largo y estrecho muelle de madera del puerto, y regresar en reversa hasta su origen con extrema facilidad a unos 30 o 35 Km/H ante el asombro y temor de nosotros de que cayera al mar.

De tales estadías en este puerto petrolero del Golfo de Morrosquillo, recuerdo las plácidas recogidas de mango de clase que producían los árboles bajitos y frondosos del campamento alto; las largas esperas que afrontábamos entre cada cambio de rollo cuando proyectaban películas en blanco y negro con entrada gratuita en el pequeño teatro municipal, y la pérdida de una maleta que contenía nuestro equipaje a bordo de un bus de pueblo –como los que ahora transportan turistas por toda la ciudad- , en el que la habíamos enviado a posteriori por no caber en el carro expreso que nos había llevado hasta Coveñas vía San Onofre. Una consecuencia de este extravío, fue la decisión que alguien tomó de comprarle a un comerciante lugareño una par de abarcas a mi primo Jairo –quien era ahijado de Marcos Hawkings- , a mis hermanos Enrique y Edgardo y a mí, las que con todo el respeto que me merecen los aficionados a este tipo de calzado rehusamos ponernos por unanimidad, situación que obligó a que mis padres comisionaran a mi tía Cleotilde, para que presta se dirigiera hasta el Comisariato de los gringos ubicado en el campamento alto, a comprarnos sendos pares de botas Croydon para cada uno, las que confeccionadas en tela negra y azul turquí combinadas con suela de caucho blanca y cordones del mismo color, entiendo nuevamente han puesto de moda los jóvenes de la actual generación. También recuerdo que cuando cubríamos el trayecto Tolú –Coveñas como conexión independiente del de Cartagena-Tolú, lo hacíamos unas veces en lancha –a bordo de una de las cuales sentí vértigo y vomité-, y otras en los ya cuasi centenarios Jeep Willis tan peculiarmente puestos de relieve por el célebre personaje “El Pachanga” del escritor David Sánchez Juliao. Y ni que decir de la clara recepción que hacíamos en un radiotransistor, de las transmisiones en amplitud modulada del campeonato de base-ball amateur de Cartagena que hacía una emisora de nuestra patria chica en la voz de Napoleón Peréa Castro.    

Una faceta más de estas memorables vacaciones en casa del Ingeniero Hawkings, la constituía otra no tan larga espera que teníamos que aguardar, cuando preferíamos que almorzaran y cenaran primero Don Marcos y su esposa Ercilia, mi padre y mi madre, y dos sobrinos del anfitrión que estudiaban internos en el Colegio de La Esperanza como eran Saulo y “The Baby”, ocupando las citadas personas en primera instancia los seis puestos de que constaba la mesa rectangular de comedor, para luego hacerlo en el turno siguiente mi tía Cleotilde y su hijo, una hija adoptiva de Don Marcos  llamada Cecilia Larsen (q.e.p.d.), una bella chica rubia quien era la consentida de la familia y estudiaba interna en Cartagena en el Colegio Royal Greg cuyas salidas en días domingos los pasaba en nuestra casa del Centro, además de un tercer sobrino de Don Marc de nombre Ricardo, mi hermano mayor Enrique y yo.         
                                                                                                                                                                                                                                    
Todo ello, entre la placidez sin igual y la exquisitez tropical plasmadas como con trazos en lienzo que para nosotros y el número reducido de habitantes lugareños cautivados por el desolado encanto de caminos y campiña teñidos de pálido amarillo y fresco verdor, nos deparaban Coveñas y su paisaje solaz.

Finalmente otra cotidianidad afín con la vocación de aviador que con los arreboles del alba en mi tempranamente despuntaría, transcurría marcada por la diáfana y móvil imagen de un cándido DC-3 que plácido descendía ya con el campo a la vista, el tren abajo, sus flaps completamente deflectados y sus dos motores radiales a marcha de ralentí, en cuyo plateado  fuselaje se reflejaban los primeros tibios rayos solares de las tres de la tarde que lograban filtrarse entre los pequeños cumulo-nimbus vespertinos de baja humedad relativa que raudos desfilaban a escasa altura jalonados por la fuerte brisa del sureste, aterrizando puntualmente procedente de Caño Limón o Cúcuta a las quince horas de todos los martes y viernes con su acostumbrado chirrido de toque de ruedas sobre la cabecera 23 del lado del mar, como si en la semana mayor el viento allí nunca cambiase de dirección.

Corrían los tiempos donde las dos tiendas de la cuadra hacían su agosto con los estudiantes “esperanzistas”; una haciendo esquina con la calle del Tejadillo y la del Estanco del Aguardiente, y la otra con esta y la calle de La Universidad. La primera atendida por “La negra Pacha”, una singular palenquera que abundando en detalles disfrutaba en extremo contándole a quienes allí acudíamos a tomar refrigerios, la manera como la noche anterior su marido le había hecho el amor. La época de  “Arturo El Loco”, un errante andrajoso sosegado en su mundo interior, que montado en cólera lanzaba piedras a diestra y siniestra cuando algún descomedido transeúnte perturbaba su pacífico andar. De “Benito el chacero”, un vendedor estacionario de cigarrillos, galletas, chocolatinas, mentas, confites y goma de mascar que tenía ubicado su fortín sobre la esquina del Almacen Miami, y que era especialista en alocuciones apologistas de delirantes y extravagantes políticas de estado, entre ellas la de hacer instalar un descomunal ventilador eléctrico con amplio ángulo de giro sobre la cima del cerro  La Popa, a fin de paliar en buena medida el sofocante calor de La Heroica.

 Y de “La carioca”, una espigada y fornida mujer sin pelos en la lengua, quien tenía a su haber un postgrado en “Breve Cobro de Créditos y Agil Recuperación de Cartera Morosa”, oficio que asumía valida de escándalosas exigencias de pago y de imputaciones altisonantes de falsos y vergonzosas habeas data en sitios públicos y calles concurridas, que atemorizaban y sembraban terror aún en los más pícaros y tramposos deudores, práctica que resultaba más efectiva que las gestiones adelantadas por cualquier abogado ducho en procesos ejecutivos También de “Gabriel” (q.e.p.d.), un escuálido homosexual de regular estatura quien falleciera trágicamente víctima de un atraco en el Parque Centenario, y muy querido por las seis o siete empleadas  de mi madre entre modistas y dependientes del almacén, quien aparte de gastar buena parte de su tiempo en las faenas propias del manicure y/o pedicure que a aquellas solía practicar valido de elementos y productos varios que cargaba en un pequeño maletín,  sabía encontrar  furtiva ocasión para “soltarle los perros” a los dos muchachos que atendían la floristería, y armaban los moldes que luego fundían en cemento dando vida a las nuevas macetas que una vez pintadas con esmaltes de variado color allí se vendían. También de Don Jorge de Irisarri, el disciplinado vicerrector del Colegio de La Esperanza e hijo de Don Antonio su rector, quien recién llegado de E.E.U.U. le correspondió ser nuestro profesor de Inglés dictando sus clases en el aula máxima provista de aire acondicionado y vistiendo sus trajes completos de lino azul turquí, quien reprendía nuestros brotes de indisciplina con jalones de oreja y alguna vez nos aconsejó que cuando hiciéramos dinero una buena opción para gastarlo era en los Casinos de Las Vegas. Corría el almanaque en que tuvo ocurrencia aquel accidente del DC-4 de Avianca que después de intentar decolar del aeropuerto de Crespo se fue al mar, tras entrar en pérdida debido al excesivo ángulo de ataque dado a la subida inicial con que el piloto quiso compensar una falla de flaps (dispositivos hipersustentadores graduables localizados en el borde de salida de las alas y que operan a bajas velocidades como en el despegue y aterrizaje), cuyo número de muertos se hubiera podido reducir de no ser por la indebida actitud asumida por infantes de marina, quienes impidieron el acceso de botes de pescadores boquilleros al área del siniestro por temor a que hurtaran pertenencias.

De la energúmena e iracunda señora Casimira quien nos mandaba directo al restaurante El Osito cada vez que manifestábamos nuestra inconformidad con el estado en que le había quedado alguno de los productos con que libremente conformaba el menú de nuestro almuerzo. De mi primera novia Martha Lucía Castaño, una linda vallecaucana hija de padres paisas y nacida en Palmira, quien residía en la calle de la Iglesia y estudiaba secundaria en el Colegio Eucarístico de Manga.

 Los momentos en que un solo botellón continente de cinco litros de whisky Jhonny Walker Red Label, ecualizable y suspendido de un aditivo metálico que descansaba en una base de madera como el que usualmente traía mi madre de Panamá, no bastaba para el consumo de una sola de las fiestas que solían hacerse en la casona.

De la Casa España ubicada en la amplia terraza del tercer piso del Edificio Banco de Bogotá, donde solía ir a tomar dos o tres cervezas y jugar billar por cuenta de mi padre como socio algunos sábados por la noche. De los años en que mi padre Enrique González García (q.e.p.d.) –siendo cartagenero de nacimiento- fungía como Alcalde del vecino municipio de Arjona tras ser nombrado “a dedo” por el entonces Gobernador de Bolívar Dr. Eduardo Lemaitre, y posteriormente como Alcalde de Majagual (hoy Depto. De Sucre), entrando a hacer parte de alguna manera del sistema que cinco años más tarde y ya residiendo en el sector de Crespo en casa de dos plantas que al capitán Millán Vargas mi padre logró comprar, reprocharíamos como “oligarquía reinante” y “caciques detentadores del poder”, al ingresar en mi calidad de estudiante de Derecho y Ciencias Políticas a las huestes de la Juventud Patriótica como a la del MOIR –según lo hacían el  35% o 40% de los primíparos que ingresaban a la Universidad de Cartagena- al lado de dirigentes y militantes como el alguna vez candidato presidencial Marcelo Torres, el médico Orlando Ambrad, el sociólogo Gustavo Duncan, el abogado David Múnera, el profesor y periodista Menco Mendoza y el poeta Rómulo Bustos, cuando muy lejos estábamos de imaginar el revolcón, adecuación o revisión  ideológica que casi cinco lustros después sufrirían las tesis de Mao y el Marxismo Ortodoxo de la mano de la apertura o perestroika protagonizada en el bloque soviético por Mijail Gorvachev,.

Lo que a la sazón corrida la primera década del siglo XXI, vino a demostrar que antes que fuertes partidos de izquierda, de centro o de derecha, o de un iluso fortalecimiento de los partidos como se pretendió hacer en Colombia con la última reforma electoral de donde surgieron múltiples movimientos afrodecendientes  y de variada factura con pocas ideas a quienes en las elecciones de 14 de Marzo hogaño les fue esquivo el fervor popular llegando a perder algunos de ellos su personería jurídica,  lo que se requiere son políticas de estado que ofrecer o que posteriormente se concerten sobre lo fundamental entre el partido de gobierno y la oposición, aplicadas a diferentes plazos a la singularidad colectiva –si vale la expresión- o a las necesidades concretas de cada país en diferentes órdenes.

Ya es hora de reconocer entonces, sin faltar al reconocimiento de que la operación de los partidos y movimientos políticos unido al surgimiento de otros dentro del libre plurarismo democrático sea importante, -como pensamos quienes últimamente hemos votado más por conciencia que por las expectativas personales que uno u otro candidato pudiese satisfacernos- que más que por los partidos representados por los candidatos, hay que votar por las personas en quien depositamos con fidelidad nuestra confianza, que de alguna manera conocemos su trayectoria, que esgriman carisma y que creamos puede aportar soluciones a problemas acuciantes en pro del bienestar colectivo, como así lo hicimos apoyando a dos excelentes candidatos para Senado y Cámara por Bolívar afiliados al Partido Conservador en las pasadas elecciones parlamentarias de 2.010, mientras que para la primera vuelta de las presidenciales lo hicimos por Gustavo Petro sin desconocer los méritos de los otros candidatos, y por Juan Manuel Santos para la segunda.

Era el debut de “mis puestas de leva” para dirigirme al viejo Aeropuerto de Crespo e ingresar como Pedro por su casa a la plataforma, y treparme por una escalerilla plagada al fuselaje para acceder a la cabina de un Superconstellation de Avianca con el fin de curiosear el panel de instrumentos sin que los encargados del mantenimiento le dijeran a uno ni “mu”, en ejercicio de una libertad de locomoción llevada a extremos inverosímiles, justificada al fin por la relativa paz con que se vivía en Colombia, particularmente en Cartagena de Indias.

El mismo Superconstellation de KLM o Pan American que en la tarde de un placentero domingo para mí, aterrizara en este aeródromo por la cabecera 18 procedente de Miami Beach –probablemente fletado por Alfredo Yidios quien organizaba excusiones hacia E.E.U.U y Panamá-, trayendo a bordo el bajo Fender que me había comprado mi madre Carmen Alicia Patrón de González en esa ciudad norteamericana, y con el que años más tarde, alternado tal ejercicio con mis estudios de derecho, haría las delicias del público asistente a la Whiskería Los Coches –un selecto establecimiento nocturno propiedad de Don José Amaya ubicado sobre la Avenida San Martín del sector de Bocagrande, y entre cuyos asiduos asistentes recuerdo al ex -gobernador Alvaro Escallón Villa, al ex –magistrado Anibal Péz Chaín y a la ex –compañera de la facultad de derecho y ex –candidata a una versión del Reinado Nacional de la Belleza Emilia Fadul Rosas-, de la mano de un quinteto musical al que bautizamos LATIN JAZZ y con el que validos de una Trompa, un Saxo Tenor líder, una Guitarra Eléctrica, una Batería y mi Bajo Fender que yo tocaba provisto de un guante en mi mano derecha, interpretábamos géneros instrumentales como el Jazz, la Samba, el Bossanova, el Blues, el Country, el Waltz, el Beguine, el Cool, el Swing, la Rumba, el Mambo y el Cha-Cha-Cha, aparte de alguna cumbia o porro de Lucho Bermudez a pedido del respetable.

 Recuerdo que entre los números que con relativa frecuencia tocábamos, descollaban con recurrente inclusión en nuestro repertorio “Gotas de lluvia sobre París” (un blues), y “El gato y el ratón” (un bossanova), magistralmente interpretados por Roberto Franco, a quien llamábamos “Bob Fléming”, por sus singulares solos de saxo que emocionado ejecutaba arrodillado sobre la pequeña tarima de madera en alto relieve de la Whiskería Los Coches.  Con todo,  ya con los efectos de algún trago en la cabeza y desnudado de toda modestia, él  sostenía que su estilo, antes que con el de Fleming,  se ajustaba mas al del Gato Barbieri.

Período último este que coincidía con las calendas del andar elegante y señorial en traje de saco y corbata de  catedráticos de la Facultad de Derecho de la U. de C., que aparte de los doctores Tinoco y Barboza ya mencionados, hacían por las calles del corralito abogados civilistas, constitucionalistas, administrativistas, laboralistas y penalistas de la talla de Orlando Herrera Maciá, Roberto Burgos Ojeda, Alvaro Angulo Bossa, Rafael Ballestas Morales, Rogelio Méndez Brid, Jaime Gómez O’Birne, Víctor León Mendoza, Domingo Orlando Rojas, Martín J. Esquivel y otros que se me escapan –algunos de ellos ya fallecidos-, mereciendo sitial aparte Don Fernán Caballero Vives –propietario y rector del Liceo de La Costa- quien adicionaba a su atuendo de traje completo zapatos capricho, además de sombrero y  paraguas, sombrilla o parasol, con donaire de gran señor.

 Era la vigencia de un “pensum” de quince materias anuales, que aparte de las ramas tradicionales del Derecho se nos enseñaban en la facultad, tales como Economía Política (dictada por Carlos Villalba Bustillo), Hacienda Pública (Raul H. Barrios), Deontología Jurídica (Orlando Herrera), Humanidades (Roberto Burgos), Sociología y Latín (dos profesores ilustres cuyos nombres se me escapan), y dos o tres disciplinas optativas. De allí el título tan largo que se nos otorgaba: “Doctor en Derecho y Ciencias Políticas”. Era la crónica de las reclamaciones pacíficas y las exigencias laborales concertadas, divorciadas de todo método violento. De los Pliegos de Peticiones que difícilmente llegaban a la etapa de arbitramento.

De una corrupción administrativa “invisible” que no trascendía a la opinión pública por la misma carencia de veedurías o inexistencia de entidades de control. Del imperio moderado del Lasser-Fair y del Lasser-Passer. Del inicio de la clausura del Frente Nacional con su penúltimo Presidente a bordo afiliado a uno de los dos partidos tradicionales que cada cuatro años se alternaban en el poder como ejercicio convenido para un período de veinte años, y como solución a la violencia atroz que se desató entre sus militantes con el asesinato del candidato y virtual presidente liberal Jorge Eliécer Gaitán, quienes llevaban arraigada hasta los tuétanos y con particular donaire de tiesos y majos, una matrícula formal partidista que teñía de rojo o azul su propio orgullo patriótico. De una minoría opositora impotente e ideológicamente desgastada como el P.C.C., que inútilmente luchaba por ser tenida en cuenta en las reglas de distribución del Poder Público.

Justamente un claro ejemplo de esta singular injerencia o despliegue de poder, lo padecí yo en carne propia, cuando a los cuatro o cinco meses de haberme recibido de abogado, y militando en las toldas del Marunismo a donde fui llevado por otro abogado de altos quilates como lo fue Augusto Fernández Díaz –quien ocupara por largos años la Gerencia de la Lotería de Bolívar- ,cuando nombrado por el Presidente Julio Cesar Turbay Ayala  (q.e.p.d.) ejercía su segundo mandato el entonces Gobernador de Bolívar, el médico y Senador Dr.  Marún Gossaín Jattin (q.e.p.d.), y militaba como su Secretario de Gobierno el profesional del Derecho, intelectual e humanista de marca mayor Dr. Roberto Burgos Ojeda –quien fuera mi profesor de Humanidades ya lamentablemente fallecido-, se me aseguró tanto que sería el nuevo Registrador de Instrumentos Públicos del municipio de El Carmen de Bolívar, que hasta se me pidió que entre mis futuros subalternos complaciera a un amigo de esa administración con un recomendado de este último.

Pero cual no sería mi sorpresa cuando tres días después, y guardados ya entre mi maletín como los tenía los documentos de posesión de mi cargo, abruptamente se me informó que acogiera todas las excusas por la inesperada decisión de última hora que había tomado el nominador Ministro de Justicia conservador Dr. Felio Andrade Manrique –quien irónicamente figura firmando mi tarjeta profesional de abogado- de escoger para el cargo un candidato afiliado a su mismo partido.

También guardo en el baúl de mis recuerdos, “el oso” que cometí a bordo de un DC-4 de Avianca, cuando contando yo con 7 u 8 años de edad viajando con mis padres de Cartagena a la isla de San Andrés, se me ocurrió decirle a mi madre que le solicitara a “la cabinera” como en la época se le llamaba a las azafatas o auxiliares de vuelo, que me obsequiara uno de los vasos desechables de plástico en los que aparentemente ofrecían a los pasajeros un refrigerio creyendo que se trataba de helados, llevándome  la sorpresa que solo era un consomé o caldo caliente que en el acto rechacé. Fue en esa paradisiaca isla donde probé un delicioso Kool-Aid con sabor a cherry o strawberry que en un almuerzo se nos ofreció en el pintoresco hotel de “Chiquita” Taylor, cuando en la Colombia continental no existían los refrescos en polvo. Como también fue allá donde se me compró mi primer carro de “pilas”, y una plataforma de lanzamiento del cohete Mercury entre mis juguetes de calidad, como el que puso en órbita al astronauta Jhon Glen girando por tres ocasiones alrededor de la Tierra en su cápsula Geminis. Era la época en que esa frecuencia se cubría en dos horas y 20 minutos volando a  240 Nudos por hora en cuatrimotores a pistón, lo que hoy equivale al tiempo ordinario restado en 20 minutos que emplea un jet de Cartagena a Miami, cubriendo un curso IFR mucho mas largo de 960 millas náuticas a un nivel superior de crucero, controlado como tráfico por los Centros de Barranquilla, Kingston, La Habana, y Miami Aproach.

Siete años después surgió en mí una descomedida vocación por la Aviación, que rayando ya en la pasión cuando cursaba tercero de bachillerato y contaba con quince años de edad, se me dio por volarme de la casa para intentar ingresar a la U.S. AIR FORCE, valido de un plan previamente diseñado por mí el cual debía ejecutar en tres etapas:

1º-   Viajar por avión desde Cartagena hasta el antiguo aeropuerto de Soledad (hoy Ernesto Cortizos).

2º-   Lograr colarme sin ser advertido a uno de los dos compartimentos del tren principal de aterrizaje de un Boeing 720-B de la aerolínea de carga TAMPA, que hacía una frecuencia semanal desde Barranquilla hacia Fort  Lauderdale

3º-   Trasladarme por cualquier medio desde Fort Lauderdale (Florida), hasta la Base Aérea Edwards (California), localizada sobre el desierto de Mohave.

Una aventura que además de dinero, requería el permiso de mis padres, un tutor en los E.E.U.U., dominio profundo del inglés y una visa especial para estudiantes, además de grandes pruebas y mucha exigencia académica para salir como Ingeniero electrónico, eléctrico o mecánico, y con el grado de Teniente-Piloto de Caza, certificado en aviones Phamtons o Tomcats F-14.

Algo tan incierto como peligroso en su génesis, que sin ser ideal frustrado por la informalidad del método que pretendía ejecutarlo, solo el empeño y tesón propios, unido a una buena dosis de suerte y protección divina habrían podido sacar avante, si es que antes no hubiera sucumbido a la posibilidad de quedar congelado o desmayado entre 27 y 35.000 pies de altura debajo de la cubierta que sostenía la carga, como espacio del fuselaje que carecía de sistema de presurización.
Un sueño que al ejecutarse su primera etapa se truncó –lo que más tarde como adulto entendí que fue menos para mal-, cuando mi propio padre irrumpió ofuscado trasponiendo la puerta de vidrio del restaurante ubicado en el primer piso del aeródromo barranquillero a donde yo había llegado a bordo de un Douglas DC-3, sorprendiéndome con su presencia mientras yo degustaba un arroz con pollo acompañado de pan y una fría cerveza mientras aguardaba el arribo del Boeing de TAMPA que me conduciría a Fort Lauderdale, tras haber intuido aquel lo que había ocurrido después de adelantar algunas indagaciones sumadas a la confesión hecha por Alcira Duval (hoy Gerente de COPA en Cartagena) quien laboraba en la Agencia de Viajes RABIT, en el sentido de que muy tempano por la mañana yo le había solicitado la venta de un pasaje a crédito para Barranquilla por cuenta de mi madre, a lo que ella me había respondido que requería la autorización telefónica de aquella.
Negativa de esta que me hizo dirigir al aeropuerto cartagenero para comprar allí el pasaje de contado, echando mano de parte de los $8.000 M.L. que sumados a los 25 dólares americanos que el día anterior había cambiado en una de las dos únicas cajas de cambio que existían en el Centro y creo que en toda la ciudad, constituía todo mi capital de viajero ahorrado desde meses atrás con contribuciones de mis padres y tíos, más las comisiones que yo mismo me descontaba sobre las ventas cuando atendía la Caja registradora del almacén, lo que en la época podía representar algún nivel aceptable de adquisición o poder de compra de esa ínfima cantidad de dinero, en consideración al sueldo básico mensual de $1.000 que devengaban las secretarias de entonces que realizaban compras a crédito en el almacén.

Era la vigencia de la Constitución Política de 1.886 con su Sistema Penal Inquisitivo auxiliado por los Jueces de Instrucción Criminal, y todavía ajeno a la existencia de la Fiscalía General de la Nación que posteriormente consagraría la Carta Magna de 1.991, en desarrollo del cual a los Fiscales delegados en lo penal –como meros representantes del Ministerio Público- les era dado solicitar bien el Sobreseimiento Temporal del sumariado hasta por dos ocasiones seguidas cuando las pruebas militantes no eran suficientes para inculparlo y se disponía de tiempo para recaudar otras, ya el Sobreseimiento Definitivo de aquel por causales de ley, ora el proferimiento del Auto de Proceder cuando del bagage de probanzas se creía derivada con claridad la conducta típica endilgada, lo que en sede legal de hoy dentro de nuestro ordenamiento procesal vigente equivaldría a la Resolución Inhibitoria o a la Apertura del Ciclo Instructivo producida dentro de la Investigación Previa acorde con la Ley 600 de 2.000 que aún se aplica en algunos casos,  a la Preclusión de la Instrucción Ibidem, o a la Resolución de Acusación Ejusdem; lo que también correspondería a la Preclusión en cualquier momento, al Escrito de Acusación o a la Formulación de Imputación dentro del régimen de la Ley 906 de 2.004 (Sistema Penal Acusatorio) de manera respectiva.

Otro aspecto de mi adolescencia que estimo cabe resaltar en bien de los padres y jóvenes católicos de la actual generación, es el que dice relación con los menesteres y oficios que en diferentes escenarios ejercían mis padres con esmerada vocación de servicio y particular dedicación; el uno durante los diversos cargos públicos y privados que asumió con dignidad, relativa abnegación y ponderado lujo de competencias –llegando incluso sin ser abogado a fungir como eficiente Secretario de un Juzgado Civil del Circuito del municipio de Calamar (Bolívar) donde fue encargado como Juez  en tres o mas ocasiones debido a las constantes ausencias de su titular quien también residía en Cartagena-, y la otra como pujante y laboriosa mujer empeñada en surtir su negocio de novedosa mercancía nacional y extranjera, condición que no la eximía de poseer un desarrollado sentido altruista que le otorgaba mayor importancia a sus hijos, a su familia y a sus amigos que a su propio bienestar, por lo que era dada a establecer incondicionales amistades y a socorrer con marcadas facilidades de crédito a los no pocos clientes tanto pudientes como insolventes de su almacén, modistería y floristería, y que llegado el día en que hubo de liquidarlos, fueron varios los archivos flexibles “de acordeón” continentes de facturas cambiarias, notas, letras, cheques posdatados  y otros títulos negociables representativos de obligaciones vencidas o créditos por cobrar, que naufragaron en el mar del olvido o desaparecieron como  alimento de comején. Circunstancias fácticas y subjetivas estas, que a mi juicio pudieron determinar que mis progenitores pasaran por alto como católicos que eran, el deber de cumplir acudiendo a los buenos oficios de un sacerdote, con la imposición en mi favor del sagrado Sacramento de la Confirmación a temprana edad, cuya omisión patentaba la no venida del Espíritu Santo para quien era privado del gozo de esa virtud.

Fue por ello entonces que varios años después, encontrándome ya casado con la cucuteña Martha Inés Villamizar y contando nuestra hija Martica con cuatro años de edad, tomada la decisión de mudarnos para Manga donde tuvimos la ocasión de conocer en el Edifico Santa Helena a esa gran señora Servidora del Señor y estrechamente vinculada con la Nueva Imagen de Parroquia de la Santa Cruz de Manga que en la fecha oficiaba como Administradora del liquidado Hospital San Pablo de Cartagena ESE Betty Martínez de Martínez-Aparicio (q.e.p.d.), y tocada que fue con ella alguna vez aquella omisión de mis padres, arguyendo que para luego era tarde, concertamos junto con Martha nombrar como mi padrino de confirmación al esposo de aquella, ese personaje integral descendiente de nobles como lo fue Don José María Martínez-Aparicio Trujillo, afectivamente conocido como “Pepillo”, hombre de gran carisma que fuera querido en Cartagena tanto por pobres y ricos como por blancos y negros por igual, y a quien el ex-magistrado del Tribunal Administrativo de Bolívar Alvaro Angulo Bossa llama, cita o relaciona en uno de sus libros como el “Conde de Bobadilla”. Fue de el de quien recibí valiosas enseñanzas no solo relacionadas con la administración del Edificio que tuve la ocasión de compartir por varios años con Doña Betty como Presidenta del Consejo de Administración, -si se considera que además de Cónsul de algún país “Pepillo” fue administrador de “El Conquistador”, “Las Tres calaberas” y otros edificios- sino con respecto a otros temas mas. Aun recuerdo las plácidas y animadas tertulias que al calor de unos whiskies en las rocas con él compartí una que otra tarde de Viernes en su Apartamento 1-A, al lado de un no reducido grupo de amigos suyos entre quienes descollaban por su puntualidad el ingeniero civil, catedrático, ex-alcalde e historiador León Trujillo Vélez (pariente suyo), y el ya nombrado abogado, escritor y profesor constitucionalista Dr. Angulo Bossa (amigo muy allegado a la familia). También echo de menos a su hijo mayor “Pepillito”, quien falleciera trágicamente en accidente de tránsito siendo Procurador Agrario, y con quien igualmente compartí gratos momentos. Aun mantengo fresca en mi memoria aquella noche del año 1.995, cuando después de salir “picados” de una reunión realizada en honor del ex -senador Gustavo Dáger Chadid (quien fuera ponente de la Ley General de Educación o Ley 115) en casa del abogado Víctor Ballestas, dimos inicio a un tour por la ciudad A bordo de mi Renault 4 azul, en busca de un buen lugar donde pudiéramos tomarnos tres o cuatro tragos más antes de irnos a dormir, propósito que después de algunas vueltas nos llevó inicialmente al Bar Olimpo del Hotel capilla del Mar donde nos fueron negadas las pretensiones por haberse clausurado los servicios justo a nuestra llegada cuando un relog digital interno señalaba las 3.00.A.M., para finalmente terminar el recorrido en el Bar Cangrejo del Hotel Hilton donde contando con mejor suerte logramos compartir un par de whiskies dobles cada uno con los martinis que ingerían dos simpáticas jóvenes gringas a las que abandonando nuestra mesa logramos arrimárnosle en la barra, y a quienes José María junior les dedicó una canción de Witney Houston intitulada "Y will love you" que sabía de memoria, la que cantó en perfecto inglés mientras las dos rubias mosas oriundas de Memphis (Tennessee) improvisaban como coro la parte donde se requiere subir dos octavas templando la voz, y yo me ocupaba de dirigir la interpretación valido de dos largos removedores plásticos de cock-tail al mejor estilo de director de orquesta.     

Era el calendario de cuyo grueso talonario de papeles rectangulares caía desprendido cualquier día hábil o festivo en que podían tener lugar los enfrentamientos verbales tanto alarmantes como divertidos, en que  se trenzaban mi abuela materna de piel morena la “Tata” Fuentes y mi abuela paterna de tez blanca Ana Clara García, quienes convivían con nosotros en cuartos separados en la casona del Centro, con el inveterado talante o injerencia esgrimida por las suegras de entonces sobre la vida de sus yernos y yernas, de tomar partido hasta de la mas inocua diferencia que pudiera surgir sobre el modo de pensar o actuar de mis padres, e incluso sin que tales diferencias sobre sus decisiones se dieran. La primera quizá mas hacendosa, colaborando esmerada al lado de su asistente Remberto con los arreglos de canastas y ramos o coronas fúnebres de la Floristería, y con algún equilibrio entre el placer y el sufrimiento, lo que la llevaba a ser temperamental en la búsqueda o conservación de ese status¸ desdeñando una u otra polarización; y la segunda –de quien aprendí a fumar a temprana edad combinando cigarrillos Marlboro con café o Coca Cola-  tal vez mas sociable y menos estoica, con su hábito de tejer sobre tambores, y su afición de jugar lotería fuera de casa en variadas moradas de sus  anfitrionas colegas a quienes correspondía por turnos dispensar la bienvenida con el ofrecimiento de bandejas de té y café y de galletas dulces, actividad “lúdica” en la que solía invertir buena parte de las mesadas por manutención adicional que recibía de mi padre Enrique y de un hermano suyo a quien llamábamos “El Picho”.   

Eran los tiempos de la postguerra que sucedieron a la segunda confrontación mundial, sosegados por el Twis de Chuby Cheker y el Rock and Roll de Elvis Presley. DeDe John F. Kennedy y su Alianza para el Progreso. Del imperio de la Guerra Fría. De la relativa seguridad que proporcionaba la OTAN. De la súbita transición de  los aviones a pistón y turbohélice, al auge de las aeronaves a reacción. Del Nadaísmo en Colombia, protagonizado por  Jotamario y Gonzalo Arango. Del logotipo de Paz y Amor, integrado por un círculo con una “Y” en su interior, y su máxima de hacer el amor y no guerra. Del auge de la marihuana. De la Guerra del Vietnam. De Frank Sinatra con su “New York, New York”, Del Concurso de Piernas que fuera organizado en el antiguo Hotel Americano (hoy Cartagena Estelar), en el que tuvo participación mi hermana Carmencita (hoy Fiscal Seccional de la Unidad de Delitos contra la Administración Pública en Cartagena) luciendo un conjunto de blusa y short de fondo blanco estampado por círculos naranja y acompañado con corbata del mismo color, que le fuera comprado por mi madre en Panamá. De la música protesta. Del salto a las baladas románticas. De Alfonso Lizarazu  y su Club del Clan De Jimmy Salcedo y su Grupo. De “Don Chinche”. De Los Hermanos Lezama quienes animaran en nuestra casa de Crespo una fiesta organizada por Carmencita. Del Club Los Cangrejos. Del Balneario Crespomar amenizado los domingos por Toño y su Combo, y administrado por los hermanos Lombana. De Willy y sus Éxodos  haciendo otro tanto en el Club Guanipa. Del Club Popa con sus fiestas colegiales al lado de La Ermita. De Cristofer, Mary Luz, Vicky, Billy Pontoni y Oscar Golden en Colombia. De Cesar Costa y Enrique Guzmán en México. De Sandro y Piero en Argentina.

De Leo Dan en Perú. De Rocío Dúrcal, Rafhael y  Camilo Sexto en España y otros que se me escapan. De las radionovelas como “Kadir el Arabe” que nos ponían a sufrir por los peligros que le tocaba afrontar. De Emisoras Fuentes y su famoso Radioteatro con su orquesta de planta del “Pollo” Sotomayor. De los canales de música ambiental. De Melanio Porto Ariza y su espacio radial “Aquí los Deportes”, cuyos apuntes anecdóticos –particularmente en lo referente a fechas- para unos resultaban episodios relevantes extraidos de su prodigiosa memoria, mientras para otros pura “carreta especulativa” de entretenimiento para incautos oyentes. De Radio Canoa y el Teatro Miramar en la capital de Bolívar, comandados por Don Víctor Nieto quien fuera conocido en vida como insigne y veterano Director del Festival Internacional de Cine de Cartagena. De la Taberna La Quemada y el Grupo de Sofronín Martínez, a quien tuve el honor de acompañar informalmente una noche con la Batería cuando faltó su titular asistiendo yo como cliente. Del Festival Woostod en E.E.U.U. con los conciertos de Carlos Santana y Jimy Hendrix a la cabeza. De The Rollings Stones De la histeria colectiva que inducía en las quinceañeras inglesas, de E.E.U.U., y del resto del mundo el grupo The Beatles, orientado por su dinámico mánager Ed Sullivan y su creativo editor musical George Martin, con sus éxitos “She loves you”, “Hey Jude”, “Y feel fine”, “All my loving”, “Twis and shout”, “A hard day’s night”, “Y wanna hold your hand” y “Y sow her estanding there”  que hicieron patentes los embajadores de Liverpool en su conciertos de Nueva York y Los Angeles. De “Los Yetis” y “The Flippers” con su director Arturo Astudillo en Colombia, agrupaciones que allanaron caminos para posteriormente darle paso a bandas como la de Andrea Echeverry y Los Aterciopelados. De las faldas cortas y los cabellos largos. De los pantalones acampanados, de las semibotas con tacones, y de los cinturones anchos y coloridos. Del despegue de la Televisión en color. De las máquinas de escribir eléctricas. De las comunicaciones vía satélite. De los cables submarinos de fibra óptica. Del cirujano sudafricano Cristian Barnard. Del primer trasplante de corazón. Del arribo del hombre a la Luna. De John Ehrlichman y su novela “La Compañía”. Del protagonismo logrado por sus personajes ficticios. De su relación con los episodios “secretos” de la administración Nixon. De los nexos de esta con intereses de la CIA. Del escándalo de “Watergate”. De Grand Funk y el Rock Pesado de finales de los 70s. De los rockeros Peter Frampton y Pink Floyd con su éxito “Shine on your crazy diamond (versiones I y II)”, el cual conservo haciendo parte de un álbum de cinco temas en un disco de acetato de 33 R.P.M.de este último grupo, guardado en carátula de cartón relativamente conservada.

Un escenario vivencial que se nos antojaba primoroso, y en donde aspirábamos a ser Abogado y Aviador a la vez,Pelotero de la MLB, piloto de Fórmula Uno y Atleta de Maratones, aparte de Músico y Escritor.

Un estadio de la vida que habíamos detenido en el tiempo y el espacio para darle cabida a sueños  infinitos menos onerosos que los de ahora, donde siempre hallábamos condiciones para concebirlos sin desasosiegos ni apremios, y con los ojos bien abiertos.

Una coyuntura cronológica donde disentir del sistema, o ser irreverente frente a patrones convencionales de rutina o modelos culturales en boga, valía tanto como estar “in”, tener estilo, o ser hoy
metrosexual.



Arturo Gonzalez Patron




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